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  VENGANZAS Y CASTIGOS DE LOS ORISHAS
 

 

os santos, airados, no solamente envían las enfermedades sino todo género de

calamidades. Del caso de Papá Colás conocido en la Habana a fines del siglo

pasado, se acordarán los viejos. Era “omó Obatalá”. Tenía la incalificable

costumbre de enojarse y conducirse soezmente con su Santo, de insultarle cuando no

tenía dinero. Conozco la historia por varios conductos: sabido es que Obatalá, el dios

puro por excelencia —es el Inmaculado, el dios de la blancura, el dueño de todo lo que

es blanco o participa esencialmente de lo blanco—, exige un trato delicadísimo. La

piedra que habita Obatalá no puede sufrir inclemencias de sol, de aire, de sereno. A

Obatalá es menester tenerle siempre envuelto en algodón —Oú— cubrirlo con un

género de una blancura impecable. En sus accesos de rabia, Papá Colás asía a Obatalá,

lo liaba en un trapo sucio o negro, y para mayor sacrilegio, lo relegaba al retrete.

Obatalá es el Misericordioso; es el gran Orisha omnipotente que dice “yo siempre

perdono a mis hijos”; pero a la larga se hartó de un trato tan canallesco e injustificable.

Un día que a Papá Colás le bajó el Santo, este le dejó dicho que en penitencia por su

irreverencia se diera por preso, permaneciendo en su cuarto durante diez y seis días

junto a los orishas. Papá Colás se encogió de hombros, y muy lejos de obedecer la

voluntad del dios, soltando un rosario de atrocidades, se marchó a la calle sin ponerse

un distintivo de Obatalá, sin llevar siquiera una cinta blanca de hiladillo.

“Yo que conocí a sus hermanas, doy fe que todo eso es verdad; las pobres siempre

tenían el corazón temblando en la boca, comentando su mala conducta y esperando que

el Santo lo revolcara. Colás se portaba con los Santos como un mogrolón (sic) y ellas

decían: El Angel lo va a tumbar”. Y así fue. Dormía Papá Colás frente a la ventana de

su habitación, que daba a la calle, y sin saberse poqué, al pasar el carretón de la basura,

el negro, como un loco (recuérdese que Obatalá, “el amo de las cabezas”, castiga con la

cabeza y arrebata el juicio) armándose de la tranca de la puerta mató al carretonero. Así

diez y seis días de retiro se convirtieron en diez y seis años de presidio para el

desobediente. Un contemporáneo de este santero, tan conocido por sus blasfemias y

rebeldías como por su clarividencia —dicen que para adivinar no tenía necesidad de

consultar sus caracoles, “tan fuerte era su vista”— nos cuenta que los jueces iban a

condenarlo a pena de muerte (garrote); que hubo junta de babalawos y que Orula,

Oshún y Obatalá se negaban a acceder a los ruegos de los demás Santos que pedían su

gracia. Obatalá, después de largas súplicas, solo perdonó y consintió en salvarle la vida

“cuando los blancos pensaron en sentenciarlo con pena de orí (cabeza), y Obatalá, por

tratarse de la cabeza de un hijo suyo, conmutó la pena”. Este Papá Colás, que ha dejado

tantos recuerdos entre los viejos, era famoso invertido y sorprendiendo la candidez de

un cura, casó disfrazado de mujer, con otro invertido, motivando el escándalo que puede

presumirse.

Desde muy atrás se registra el pecado nefando como algo muy frecuente en la Regla

lucumí. Sin embargo, muchos babalochas, omó—Changó, murieron castigados por un

orisha tan varonil y mujeriego como Changó, que repudia este vicio. Actualmente la

proporción de pederastas en Ocha (no así en las sectas que se reclaman de congos, en

las que se les desprecia profundamente y de las que se les expulsa) parece ser tan

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gramatical y tipográfico, que hemos respetado. (N. del E.)

En los relatos de Lydia Cabrera seleccionados, se observarán algunas irregularidades de orden

L

numerosa que es motivo continuo de indignación para los viejos santeros y devotos. “¡A

cada paso se tropieza uno un partido con su merengueteo!”

“En esto de los Addodis hay misterio”, dice Sandoval, “porque Yemayá tuvo que ver

con uno... Se enamoró y vivió con uno de ellos. Fué en un país, Laddó, donde todos los

habitantes eran así, maricas, mitad hombres, que dicen nafroditos (sic) y Yemayá los

protegía”. “Oddo es tierra de Yemayá. ¡Cuántos hijos de Yemayá son maricas!” (y de

Oshún). Sin embargo, los Santos Hombres, Changó, Oggún, Elegguá, Ochosi, Orula, y

no digamos Obatalá, no ven con buenos ojos a los pederastas. No hace muchos años,

Tiyo asistió a la escena que costó la vida a un afeminado que llamaban por mofa María

Luisa, y que era hijo de Changó Terddún. “La pena era que aquel desgraciado le bajaba

un Changó magnífico. Cuando para sacar a cualquiera de un aprieto lo mandaba a que

se jugase el dinero de la comida o del alquiler del cuarto al número que le decía, nunca

lo engañaba. Ese número que daba Changó Terddún salía seguro. ¡Ah! Pero Changó no

lo quería amujerado, y ya había declarado en público que su hijo lo tenía muy

avergonzado. Fué en una fiesta de la Virgen de la Regla, María Luisa estaba allí y todos

nosotros bromeando con él, ridiculizándolo. En eso, cuando a María Luisa le estaba

subiendo el Santo, llegó otro negrito, un cojo, Biyikén, y le dio un pellizco en salva sea

la parte. Ahí Changó mismo se viró como un toro furioso y gritó: ¡Ya está bueno!

Mandó a traer una palangana grande con un poco de agua y nos ordenó que todos

escupiésemos dentro y que el que no escupiese recibiría el mismo castigo que le iba a

dar a su hijo. María Luisa estaba sano. Era bonito el negrito, y simpático... ¡Una

lástima! Cuando se llenó de escupitajos la palangana, se le vació en la cabeza. Al otro

día, María Luisa amaneció con fiebre. A los diez y seis días, lo llevamos al cementerio.

Changó Terddún lo dejó como un higuito”.

No menos extraña y ejemplar la historia de los Santeros R. y Ch... Ch. Con un

mantón amarillo de seda enredado a la cintura era la Caridad del Cobre, Oshún

panchággara, en persona.

En Gervasio, en el solar de los Catalanes, celebró una gran fiesta en honor de Oshún.

Era espléndida la “plaza” que le hizo a la diosa (plaza se llama a las ofrendas de frutas,

que después de exponerlas un rato ante las soperas del Orisha, se reparten entre los

devotos y asistentes a la fiesta). “Todo lo que se daba allí era por canastas”, me cuenta

un testigo, “las naranjas, los cocos, los canisteles, las ciruelas, los mangos, los plátanos

manzanos, las frutas bombas, todas las frutas predilectas de Oshún, los huevos, además

de los platos de bollos, palanquetas, panetelas borrachas, miel, natillas, harina dulce con

leche y mantequilla, pasas, almendras y azúcar blanca espolvoreada con canela, y

rositas de maíz... Ch. Había gastado en grande para su Santa. La casa estaba llena de

bote en bote. A las doce, cae Ch. con Oshún. R. que está en la puerta borracho, dice: a

mí también ahora mismo me va a dar Santo, y lo fingió. Entra al cuarto, va a la canasta

de los bollos, y se pone a comer bollos con miel. Viene Ch. con Oshún a saludarlo y

éste le manda un galletazo. Lo agarran, y le pega una patada. Le gritamos ¡R. tírate al

suelo! ¡Pídele perdón a Mamá!

—¡Bah! ese es un maricón...

—No es Ch. ¡Es nuestra Mamá!

Oshún no se movió. Abrió el mantón, un mantón muy bueno que le habían regalado a

Ch. los ahijados, y se rió. Levantó la mano derecha y apuntando para R. tocándose el

pecho dijo:

—Cinco irolé para mi hijo, y cinco irolé para mi otro hijo.

Y ahí mismo se fué.

Ch. amaneció con cuarenta grados de fiebre y el vientre inflamado. R. amaneció con

cuarenta grados de fiebre y el vientre inflamado... Cinco días después murieron a la

misma hora, el mismo día. No valió que los ahijados trajeran un pavo real y cincuenta y

cinco gallinas amarillas y todo lo que hacía falta para hacerle ebbó. Cinco días después,

asistiendo yo al entierro de Ch., pasaba al mismo tiempo la puerta del cementerio el

entierro de R. Las tumbas están cerca. La madre de Ch., que también era hija de Oshún,

y veinticuatro personas más que eran hijos e hijas de Oshún, en uno y otro cortejo se

subieron y usted las veía reirse y reirse, sin hablar... Hasta que echaron la última

paletada de tierra, las Oshún al lado de la fosa, no dejaron de reir, pero no a carcajadas

como se ríe la Santa, sino con una risa fría y burlona que helaba la sangre, en un silencio

en que no se oía más que la pala y el puñado de tierra cayendo en el hoyo”.

Abundan también las lesbias en Ocha (alacuattá) que antaño tenían por patrón a Inle,

el médico, Kukufago, San Rafael, “Santo muy fuerte y misterioso” y a cuya fiesta

tradicional en la loma del Angel, en los días de la colonia, al decir de los viejos, todas

acudían. Invertidos, —Addóddis, Obini—Toyo, Obini—Naña o Erán Kibá, Wassicúndi

o Diánkune, como les llaman los Abakuás o Ñañigos— y Alácuattas u Oremi se daban

cita en el barrio del Angel el 24 de octubre. Los balcones de las casas se quemaba un

pez de paja relleno de pólvora y con cohetes en la cola; la procesión y los fuegos

artificiales resultaban espléndidos. Allí estaba en el año 1887, “su capataza la Zumbáo”,

que vivía en la misma loma. Armaba una mesa en la calle y vendía las famosas tortillas

de San Rafael. (Las del negro Papá Upa, su contemporáneo, fueron también muy

célebres, y aun las recuerdan algún viejo glotón).

De la Zumbáo, santera de Inle, me han hablado en efecto, varios viejos. Era costurera

con buena clientela, muy presumida y rumbosa. Otros me hablan de una supuesta

sociedad religiosa de Alacuattás. Lo curioso es que Inle es un Santo tan casto y

exigente, en lo que se refiere a la moral de sus hijos y devotos, como Yewá. Es tan poco

mentado como ésta, como Abokú (Santiago Apóstol) y Naná, pues se le teme y nadie se

arriesga a servir a divinidades tan severas e imperiosas. Ya en los últimos años del siglo

pasado, en la Habana, “Inle casi no visitaba las cabezas”. Una sesentona me cuenta que

una vez fue al Palenque y bajó Inle. Todos los Santos le rindieron pleitesía y todas las

viejas y viejos de nación que estaban presentes “se echaron a llorar de emoción”. —

“Desde entonces”, me dice, “no he vuelto a ver a Inle en cabeza de nadie” y tampoco

recuerda más nada de aquella inolvidable visita al Palenque que honró la bajada de San

Rafael, pues tarde, cuando había terminado la fiesta, se halló en el fondo de la casa, en

una habitación, atontada y con la ropa todavía empapada de agua. Deduce que “le dio el

Santo”, Inle, y como es costumbre cuando el Santo se manifiesta presentarle una jícara

llena de agua para que beba y espurrée abundantemente a los fieles, su traje húmedo y

su “sirímba”, (atontamiento) serían prueba de haberla poseído el Orisha.

A Inle se le tiene en Santa Clara por San Juan Bautista, (24 de junio) que aquí es el

día de Oggún, y no por San Rafael, (24 de octubre). Es un adolescente, casi un niño; se

le ofrecen juguetes, y es tan travieso que lo emborrachan la noche del veinte y tres para

que pase durmiendo el día siguiente y no haga de las suyas. Amanece fresco el veinte y

cinco. Era el Santo del famoso villareño Blas Casanova, que en él se manifestaba muy

sereno y “leía el alma de todos”.

Yewá, “nuestra Señora de los Desamparados”, virgen, prohibe a sus hijas todo

comercio sexual; de ahí que sus servidoras sean siempre viejas, vírgenes o ya estériles, e

Inle, “tan severo”, tan poderoso y delicado como Yewá, acaso exigía lo mismo de sus

santeras, las cuales se abstenían de mantener relaciones sexuales con los hombres.

No menos conocido que el caso de Papá Colás entre la vieja santería, es el de P.S.,

hijo de una de las más consideradas y solicitadas iyalochas habaneras, de O.O., quien en

un momento de expansión, me lo refiere como ejemplo de la inflexibilidad y del

proceder de un dios agraviado.

“P. era, como yo, hijo de Changó; y como tal era tamborero aunque de afición. Si

cogía un cajón para tocar, el cajón se volvía un tambor. Cantaba que hacía bajar del

cielo a todos los Santos. Pero mi hijo P. se puso en falta con Changó y se perdió. En una

fiesta le dijo así al mismo Santo, en mi propia casa: si es verdad que usté es Santa

Bárbara y dice que hace y que torna, y que a mí me va a matar ¡máteme enseguida! A

ver, ¡que me parta un rayo ahora mismo! y déjese de más historias. Santa Bárbara no le

contestó. Se echó a reír. Yo me quedé fría, y abochornada del atrevimiento del

muchacho. Pasaron los años. El siguió trabajando y divirtiéndose. En los toques que yo

daba en mi casa, Santa Bárbara recogía dinero y se lo daba

que a Changó se le había olvidado aquel incidente. Otra falta que cometió fue la de

sonar a varias mujeres de Changó: ¡digo, con lo celoso que es él! Ponga otras cositas

que hizo, unidas a la zoquetería que tuvo con el propio Santo y arresultó que al cabo del

tiempo, y cuando menos se lo pensaba, Santa Bárbara saltó con que se las iba a cobrar

entonces todas juntas, y caro. Por que eso tienen los Santos, esperan para vengarse, dan

cordel y cordel, y arrancan cuando más desprevenido está el que tiró la piedra. Primero

Changó me lo puso como bobo. Después loco. Un día se fué desnudo a la calle y volvió

tinto en sangre. Estuvo amarrado. Pedía perdón y Santa Bárbara lo que contestaba

siempre era: que sepa que yo los tengo más grandes que él, que yo no he olvidado,

aunque cuando me insultó me reía. Y yo su madre, con ser yalocha, sin poder salvarlo.

Tiraba los caracoles para hacerle algo a mi hijo (ebbó) y Changó me contestaba que yo

no podía más que él, que me dejase de parejerías. Oigame, no logré hacerle ni una

limpieza a mi hijo. ¡Nada, con mi santería! Y a padecer como madre. Al fin murió que

no era ni su sombra. Un esqueleto. Cuando se lo llevaron, lo que pesaba era la caja”.

O.O. deja en silencio otro pecado imperdonable que cometió su sacrílego hijo. Es

una llegada suya quien me cuenta que lo que más entristeció a O.O. —y “desde

entonces ella empezó a declinar, eso acabó con ella”— fue lo que hizo con su piedra de

Oshún. “O.O. tenía una piedra africana que era de su madrina lucumisa; su madrina la

trajo cuando vino a Cuba, y se la había dejado a ella. La piedra creció. Se puso enorme.

Parecía por la forma, un melón. Dos hombres no podían moverla. Esa Caridad tenía un

metro de ancho. Como que no había sopera para ella. O.O. la tenía en una batea. En una

mudada, P. se la botó. Sí señora... Dicen muchos que la echó al río, pero no se sabe de

fijo adonde fué a parar la Caridad del Cobre”.

No siempre los Santos, sin embargo, castigan con justicia. Si en el caso de Papá

Colás se comprende que Obatalá aplicara a su hijo un correctivo más que merecido, en

el de Luis S. el rigor de Changó parece tan excesivo como gratuito. Contra el capricho

despiadado de los dioses, contra la antipatía divina que se ensaña en algún mortal, “por

que sí”, no puede lucharse.

Se ataja a tiempo el mal que desencadena el mayombero judío, este tipo que aún

inspira al pueblo un terror en el que hallaremos tan fuertes, tan rancias reminiscencias

africanas: todo se estrella, en cambio contra la mala voluntad irreductible del Santo que

“emperra”, “se vuelve de espaldas” y niega su protección o su perdón al hombre

infortunado, sin más pecado que el de haber incurrido en su desagrado, “en caerle

pesado”. Si bien es cierto que el favor de los Orishas se compra, pues son estos muy

interesados, glotones y susceptibles al halago, cuando el Orisha se enterca y se hace el

sordo, no acepta transacción alguna. Y aquí, si el adivino y conjurador, dueño de los

medios de que se vale —coco, diloggún, okpelé, vititi mensu o andilé— para revelar al

hombre el misterio del presente o la incógnita del futuro, es honrado no insistirá en

2. Bueno, con eso P. creyó

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tamboreros, demostrándoles con esto que han tocado a su entera satisfacción.

Los Santos posesionados de sus hijos le piden dinero a los asistentes a las fiestas para regalarlo a los

rogativas que arruinen al sentenciado sin apelación con gastos que implican serios

sacrificios y de los que sólo él se beneficiará mterialmente.

“Cuando el Santo se vira y quiere perder a uno, ¿qué se va a hacer?” Absolutamente

nada. La enfermedad entonces lo saben el babalawo y el gangángáme, no tiene remedio;

ya no existe para este individuo la posibilidad de “un cambio de vida” o de cabeza, esta

operación mágica, universal y milenaria que consiste en hacer pasar la enfermedad de

una persona a un animal, a un muñeco, al que se tratará de darle el mayor parecido con

el enfermo, o a otra persona sana, por lo que muchos se guardan de estar en contacto

directo y aún de visitar santeros e iyalochas enfermos de gravedad, “no sea que cambien

vida”, pues el espíritu más fuerte puede apoderarse de la vitalidad del más debil, robarle

la vida y recuperar la salud. (“Por eso vé Vd. que un santero viejo, ya moribundo revive,

y en cambio se muere el joven que está a su lado”).

Tampoco le salvaría la gracia que un orisha infundiera a una yerba. No valen

rogaciones ni ebbó, sacrificios de aves y cuadrúpedos, tan eficaces que estipulan de

antemano los Santos, especificando su naturaleza en cada caso, mediante los caracoles o

el Ifá.

Luis S., al revés que Papá Colás, no era santero. En un toque de tambor Changó le

pidió “agguddé” —plátano—, y Luis no lo entendió o se hizo el distraido. Es verdad

que no creía mucho en los Santos; detalle de la mayor importancia. Un domingo que iba

de compras al mercado alguien se le acercó y le habló en lengua. En aquel instante

perdió el conocimiento y sin recobrarlo lo llevaron a su habitación en el solar. No

volvió en sí hasta transcurridas cinco horas. Estando aún inconsciente en la cama, su

mujer “cae” con Changó, éste la conduce a casa de su madrina, y allí el Santo refiere lo

ocurrido.

—“Alafi (Changó) ¿pero qué has hecho?” le preguntan. “Etie mi cosinca”, (No he

hecho nada) responde el Santo maliciosamente dándose en la rodilla y encogiéndose de

hombros.

La madrina le retiró el Santo a la mujer de Luis. No se perdió tiempo; se hicieron

rogaciones para desagraviar a Changó. Advertido por la madrina de su mujer, Luis le

sacrificó un hermoso carnero. Pero Changó... “de tan rencoroso, de tan caprichoso que

es”, no quedó satisfecho. El hombre empeoró y su mujer no podía dejarlo solo pues

inmediatamente Alafi lo lanzaba al suelo y quedaba atontado, privado de movimiento

por mucho rato. Explicaba torpemente al volver en sí, que un negro lo elevaba y lo

dejaba caer. “Por la tirria de Santa Bárbara, que se empeñó en acabar con él”, Luis S. al

fin murió de un síncope.

VENGANZAS Y CASTIGOS DE LOS ORISHAS

Extraido de EL MONTE

 
   
 
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